La
mina se llevó por delante muchas cosas: La vida de hombres hechos, curtidos, y
de jóvenes imberbes en derrabes y explosiones de grisú. Fincas que habían dado
pastos y labranzas, convertidas en escombreras, las aguas claras del río, tintas
por el lavado del carbón, sus peces, sus anfibios e incluso algún pequeño mamífero,
muertos o huidos.
Se
llevó el agua de la fuente, del lavadero, donde las mujeres se reunían para "cortar
trajes" o cantar canciones mientras azotaban camisas y pantalones. Ahora
tendrían que caminar tres kilómetros hasta otro lavadero, con la ropa a la
cabeza, remojar, enjabonar y restregar. Tender un rato al sol, para que al
volver, la pesada carga no fuera tanta. Así aprovecharan el viaje y ocuparan
sus manos con calderos o baldes.
Es
cierto que también dio algo la mina a parte de las lágrimas; trabajo, sudor, y
escasa paga. Pero, para el que nada tiene, algo es algo, aunque sea a costa de
tanto esfuerzo.
José,
jamás había dado un palo al agua, es decir; nunca había trabajado. A lo más,
cuando estudió la carrera de capataz. Hombre inteligente, nunca entró en la
mina a desempeñar el oficio aprendido. Como heredero de la hacienda familiar,
manejaba sus dominios suavemente, con leves indicaciones. Ya sabían sus
hermanas solteras como le gustaban las cosas. Les confió, no iban a comer la
sopa boba en casa, el mejor negocio de los alrededores, aquél que sus padres iniciaran
y que él ampliara y modernizara.
La
carretera de por medio, ahora la están asfaltando, abajo la casona con el
chigre inicial desde donde se contemplaban las pomaradas en la empinada
pendiente que mira al río. Del otro lado, una edificación en forma de
semicírculo cóncavo, abrazando en cierta medida el monte; Bar-Restaurant,
lagar, merendero y bolera.
José,
siempre de madreñas, pantalón de mahón, camisa, chaleco y boina, apoyado en su
larga vara, conversaba con unos y otros presumiendo de forma un tanto sibilina,
haber estado en La Habana ,
Veracruz o en San Francisco. Aunque aquellos años de entreguerras no eran muy
propicios, conoció también, aunque de lejos, las minas de Gales, donde por
aquella época trabajaban cerca de un cuarto de millón de mineros, las de Bélgica
y Alemania. Por esta razón, había sido propuesto como alcalde de la Villa , cosa que él rechazó
en varias ocasiones. Se estaba mejor en la aldea, admirando el paisaje y dando
lecciones de geografía al paisanaje.
Aquella
noche de junio, hacía calor. Los que podían, se habían quedado hasta tarde en
el merendero tomando sidra fresca. Otros, a las puertas de sus casas trataban
de mitigarlo a base de vino con gaseosa del porrón.
A
lo lejos se escuchaba mortecino el ruido de la fábrica, ni una brisa de aire.
Hacia las cuatro de la mañana, un niño comenzó a llorar desconsoladamente y los
perros, todos a una, a aullar. Fueron solamente unos minutos, pero a pesar de lo
intempestivo de la hora, despertó en el sofoco de la noche a la aldea entera.
Se
hizo un silencio denso; los mosquitos dejaron de zumbar, y los sapos dejaron de llamar a las hembras. Hasta el humo de las chimeneas y
de la batería de cok de la fábrica, pareció quedar estancado, inmóvil, cual se
puede contemplar en una fotografía.
Entonces
se oyó un ruido largo y profundo que parecía venir de las entrañas de la
tierra, y otro más cercano y exterior. Las gentes salieron de sus casas
temerosas de lo que pudiera haber ocurrido. Los que vivían cerca, aún pudieron
ver, iluminado por la luna, el polvo que se levantó en el lugar que antes
estaba el negocio de José.
También
se lo llevó la mina. El gran socavón se tragó toda la edificación al otro lado
de la carretera. Apenas si se podían ver parte de los tejados, algunas vigas de
madera, y restos de pipas o bocoyes. Una galería abandonada y una gran vía de
agua tuvieron la culpa, al menos los mineros no lo sufrieron por esta vez en
sus propias carnes.
José
habló con los dueños para tratar de llegar a un acuerdo, pero ellos se llamaron
a andana, y comenzaron los pleitos.
Apenas
había transcurrido un mes del socavón, cuando el manantial que surtía la fuente
y el lavadero, se quedó sin agua. Mujeres y hombres acudieron a José para que
hablara con el señor alcalde y que les proporcionaran agua de la traída, pero
el Ayuntamiento no tenía ni medios ni dinero para obra de tal magnitud; siete
kilómetros en línea recta por el monte y una estación reguladora. Tampoco la Diputación , que estaba
empleando sus recursos en aquella carretera. Habría que esperar.
José,
que era paisano del Ministro de Obras Públicas, al que conocía del Centro Obrero
de Bilbao, se ofreció para hablar con él para que mediara con los dueños de la
mina y les devolviesen el agua. Ni una
sola palabra le mencionó del pleito personal que mantenía. Pero tan puro era el
ministro, que no podía influenciar en el ánimo de los dueños y tampoco aportar
dinero hasta los próximos presupuestos. ¡Como si el costo fuese tan importante!
Los
vecinos, no más de setenta, además del canguelo por los hundimientos, estaban
sin beber, así, que se decidieron a
protestar manifestándose ante el ayuntamiento. El alcalde, con solo media
docena de guardias municipales, cansado ante las repetitivas protestas, llama a
la Guardia Civil
que a caballo trata de dispersarlos.
El
hombre que nunca diera palo al agua, ha bajado a la Villa con sus vecinos, al
sentirse emburriado, levanta la vara y descarga el golpe. El guardia tira de
las bridas para protegerse, el caballo se levanta de manos y con uno de los
cascos golpea a José que cae al suelo de espaldas. Para ser el primer palo que
atizara en su vida, le costó la muerte.